Adcciones del siglo XXI, adicción a las compras, adicción a los centros comerciales, adictos a gastar dinero.

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Compradores, felices compradores


Comprar, por suerte, no es para la mayoría ni una enfermedad ni el síntoma de un sufrimiento. Consumir es un placer, una necesidad, a menudo una distracción. Falta encontrar el equilibrio justo entre el ahorro, cuyo exceso conduce a la avaricia, y la fiebre de las compras, derivación peligrosa de una conducta necesaria y beneficiosa. El consumidor "normal", si se le puede llamar así, puede ceder al impulso, o a la "corazonada", y comprar por placer un objeto que jamás va a utilizar. Llega a recurrir a las "compras-remedio", un día de dolor de cabeza, a hacerse un regalo, a hacerlos a los demás para hacerse querer o perdonar, a borrar ciertos reproches por sus gastos excesivos.



Año tras año, tanto si es derrochador como ahorrador, administra un presupuesto que permite las desviaciones sin ponerse en "números rojos". Sometidos todos a la tiranía de la publicidad, cedemos a ella, a veces sin desconfianza, a menudo con consentimiento si consumir como los demás (o más) es un signo de pertenencia y de integración social.

En los laberintos del consumo, cada cual encuentra un camino, trazado por su personalidad, sus medios financieros, sus ambiciones sociales y estéticas, y sobre todo por la posesión de una "ciencia" adquirida por la experiencia de las compras bien realizadas y los errores. El derrochador compulsivo se pierde pronto en este laberinto.

Víctima de la publicidad, de la atracción del lujo, de los espejismos de la felicidad ligados a la posesión de objetos, es a la vez impulsivo, complaciente al placer immediato de adquirir,
compulsivo, continúa comprando para calmar sus tensiones internas y, finalmente, "adicto", un derrochador que gasta más por necesidad que por placer.

 La compra no es en sí misma una droga. Algunos la utilizan como tal, y la trampa de una auténtica dependencia cae sobre su presa. Para aquellos que buscan un remedio a sus dificultades de vida en el
placer y la emoción fuerte de comprar se esconde el germen de una coacción
.

La decisión de la compra


Toda compra está precedida por una fase de alerta, en cuyo curso aparecen las ganas de comprar. Esta fase va seguida por otra de recogida y tratamiento de la información, más larga cuanto más caro es el objeto deseado. El comprador de un automóvil se informa, compara los catálogos, estudia las prestaciones, las opciones y los precios. La fase de "evaluación de las alternativas" conduce a comparar los productos a escoger. La "fase de elección" concreta la decisión, fija el objeto, el modelo, el lugar de la compra. La fase de "post-compra", finalmente, comporta sentimientos de satisfacción o de decepción, que influirán en las decisiones ulteriores.



Se ha podido demostrar una perturbación de esas etapas psicológicas sucesivas en el comprador compulsivo, que van del deseo de compra a la adquisición:
  • las compras, impulsivas, se saltan las etapas habituales. El objeto provoca unas ganas irreprimibles de gasto y compra a primera vista;
  • la evaluación de las alternativas no se lleva a cabo. Las necesidades son evaluadas en términos afectivos (placer, consuelo, cese de la tensión interna y de las emociones penosas), y no en términos racionales que tengan en cuenta las propiedades del objeto;
  • la fase de elección pone al comprador compulsivo en dificultades. Si espera o si duda, compra a pesar de todo, poco capaz de distinguir su placer. Cuando duda entre dos modelos, llega a comprar los dos;
  • la "post-compra", finalmente, está siempre teñida de decepción y culpabilidad. Las expectativas emocionales puestas en la adquisición solamente se fijan un instante sobre un objeto que sólo puede decepcionarles. A pesar de sus consecuencias negativas, esta desilusión refuerza la conducta de compra. Mientras, durará la ilusión, comprando, de cambiar un poco su vida o de cambiar él mismo.

La publicidad, una trampa tendida al consumidor


Si compramos únicamente según nuestras necesidades, la sociedad de consumo peligra. ¿No es cierto que el índice de satisfacción de los occidentales se mide hoy en día de acuerdo a ese termómetro de la felicidad llamado "consumo doméstico"? La publicidad es el "gran comunicador": debe convencer al consumidor de la autenticidad de sus nuevas necesidades y dictar las leyes de un deseo de compra que ella misma ha creado.

Los mensajes, que antes elogiaban el producto en sí mismo ("el mejor café", "usad el champú Flop",
etc.), adornan el producto conocido con nuevos atractivos y con poderes mágicos del todo irracionales. Tal dentífrico, que hace poco dejaba simplemente los dientes más blancos, es hoy la garantía de una seducción, es decir, de una aventura amorosa. Los compradores compulsivos no razonan de otro modo cuando se apropian ávidamente de objetos despojados de su finalidad utilitaria.


Los métodos de la publicidad se basan en técnicas refinadas, que toman prestadas a la psicología social y los métodos del condicionamiento. La repetición de mensajes simples crea necesidades de compra, aún más eficaces por ir acompañados de una música identificable o de imágenes impactantes.

Este condicionante favorece la elección de la marca, en los objetos de alta frecuencia de compra (alimentos, productos domésticos...). Cuanto más impulsiva es la compra, no pensada, como es el caso de nuestros compradores patológicos, más va encaminada hacia el producto de nombre familiar.

  • El acceso "motivador" favorece las compras "impulso": el mensaje trata de reducir la duda y la culpabilidad. Los temas son: "gane tiempo", "ceda a sus deseos", "usted se merece una locura"...
  • El acceso económico quiere justificar la compra por lo módico de su precio. Apelando a la preocupación económica del consumidor, disfraza a veces sutilmente el deseo del objeto en una orden racional de que se trata de una elección sagaz. Aún hay que subentender, cosa que el mensaje no olvida, que el ahorro que se efectúa es también una garantía de la calidad del objeto. El consumidor seducido olvida a veces que este sensato "buen negocio" se propone a todo el mundo.
  • El sistema de las rebajas adquiere una amplitud que todos conocemos. Más allá de los períodos oficiales, durante los cuales las rebajas están autorizadas, es sabido que se multiplican las rebajas más secretas, que atañen a objetos sin marca, las rebajas bajo invitación en las que empujan a los "privilegiados", canalizados a través de barreras, a menudo en lugares de acceso difícil, hacia los "finales de rebajas" que algunos esperan para adquirir ropa u objetos a menos de la mitad de su precio. 


Las rebajas no son, en sí mismas, objeto de adicción. Algunos acuden en el momento oportuno,
reagrupando las compras de un semestre. Sin embargo, incluso los más sensatos confesarán que compran mucho más de lo necesario, bastante más allá de sus posibilidades. Este sistema pernicioso facilita la multiplicidad de las compras, la importancia de la rebaja conseguida enmascara el exceso de los gastos.

La limitación de los períodos de compra, la confidencialidad, por otra parte bien aireada, de las invitaciones, son poderosos estimulantes de un exceso de consumo muy suscitado por el temor de perder la ocasión (o, peor aún, de dejarla para los demás...). Los derrochadores compulsivos aprecian más o menos las rebajas. Algunos prescinden de ellas, con pocas ganas de mezclarse con los "aficionados", prefiriendo comprar a precio alto el objeto cuyo coste le confiere valor. Otros, más numerosos, pierden todo el control de sus gastos en el momento de las rebajas.

Si la reducción es fuerte, las ganas de comprar son irresistibles. «Me hago tantos reproches sobre mis gastos, -nos dice Séverine, una enfermera fuertemente endeudada-, que espero las rebajas, dos veces al año, para comprar. Fuera de esos períodos, no me permito ya ninguna compra, incluso para las cosas que necesito de verdad. La llegada de las rebajas es la liberación. Es necesario que las aproveche y que vaya deprisa. Tengo miedo de perder las buenas ofertas. Durante las rebajas, me reprocho las ocasiones perdidas. Después me siento culpable de mis gastos... Y he comprado cualquier cosa.»

La incitación publicitaria, las rebajas, las falsas escaseces, a veces organizadas a propósito, todo contribuye a crear un ambiente propicio al consumo. Nadie piensa en discutir las necesidades económicas de esas incitaciones a la compra. Por lo que nos concierne, nos limitaremos a constatar hasta qué punto las motivaciones de los compradores compulsivos chocan con las intenciones confesadas o no de los mensajes publicitarios. ¿Hay que pensar que el "drogado de las compras" es
el blanco privilegiado de los publicitarios, o que más bien es la caricatura de un comprador atrapado por las representaciones imaginarias de los objetos?

De las cortes reales a las grandes superficies


La compra compulsiva se inscribe en un paisaje social incitante que, como mínimo en las sociedades occidentales o prósperas, alienta el consumismo de los productos. «El acto de comprar es una obligación, -escribía no hace mucho Jean Baudrillard-, Es la prueba de que vivimos en una sociedadde la abundancia.» Esta sociedad de consumo crea sin cesar las necesidades que se dedica a satisfacer, utilizando los argumentos del progreso, de la necesidad, del confort y, más recientemente, de la "modernidad". ¿Se puede vivir sin internet? ¿Puede uno pasar sin portátil, cámara de vídeo, lector de DVD? Sería absurdo denunciar los progresos tecnológicos, pero hay que constatar la connivencia de los avances técnicos y los aparatos de moda con el márketing, gran proveedor de "nuevas necesidades".

Robert Rochefort, en La sociedad de los consumidores, analiza esta dialéctica del placer y la necesidad: «En un país rico, consumir es, a la vez, satisfacer una necesidad y concederse un placer que va más allá de la estricta necesidad. El misterio o la magia del consumo resulta de la combinación o de la intricación que se efectúa entre esas dos funciones». No se puede explicar mejor. La adicción es la forma extrema de este proceso, aquella en la que el placer de comprar, demasiado intenso, induce a una nueva necesidad que ya no es la de la compra.


Hagamos un breve recorrido por los análisis de Peter Corrigan, un sociólogo australiano, que identifica dos etapas en la historia de las sociedades de consumo: la reunión de los nobles en las cortes reales y, tres siglos más tarde, la aparición de los grandes almacenes. El nacimiento de la sociedad de consumo en Europa, según Corrigan, se sitúa en los siglos xvi y xvii, con el advenimiento de las cortes reales de Francia e Inglaterra. Reducidos al rango de cortesanos, para significar su poder y su rango los nobles tuvieron que rendirse al boato y a las apariencias. Los códigos sobre la vestimenta se impusieron como marcas de la importancia y de la distinción social.

Los gastos, orientados en tiempos del feudalismo hacia el mantenimiento de las tierras, las casas y los ejércitos, se consagraron entonces a las futilidades del arreglo personal, de las joyas, de los perfumes, a los que hay que añadir el juego, gran distracción de las cortes. El sistema de la moda, dando un salto en la historia, ha perdurado hasta nuestros días, acrecentando y generalizando incluso sus poderes.


Según Roland Barthes, la manera de vestir de hoy -o de ayer- es una "ropa de escena", que indica el papel y la posición social de cada uno, como el del comediante determina su personaje. El poder de la moda, la atracción por las "marcas" anunciadas sobre los mismos vestidos, a menudo exclusivos, atañe hoy en día a todas las clases de la sociedad e introduce de nuevo códigos de reconocimiento en los que la edad, el nivel de estudios, la procedencia geográfica, intervienen más que el status socioeconómico.

Pocos compradores compulsivos se escapan a la fascinación por las marcas, el lujo, los almacenes de moda. Su apego al simbolismo de los objetos, más que a los objetos mismos, los convierte en vulnerables a la novedad, al prestigio de las firmas. La evolución rápida de la moda sirve de pretexto, en este caso, para la multiplicación de las compras, para la utilización de los objetos, y especialmente la ropa, como vectores de seguridad o de seducción.

La moda no es, evidentemente, la causa delas compras compulsivas: la moda representa el terreno sociocultural en el que esta adicción puede eclosionar. Por otra parte, según Corrigan, los "grandes almacenes", como decíamos, han modificado las conductas de compra.




Por primera vez, el consumidor es ante todo un visitante. La función utilitaria del almacén cede su lugar a la distracción, a la curiosidad, al espectáculo. En Londres se va a Harrod's del mismo modo que se visita la National Gallery; en París, a las Galeries Lafayette o al Printemps. Incluso si los tiempos han cambiado y los almacenes son sustituidos por las grandes superficies, más anónimas y menos estéticas, la evolución de los sistemas de compra se mantiene. Todo está organizado para sorprender, seducir, atraer al consumidor. Las mercancías son objeto de deseo, incluyendo las de primera necesidad. La profusión da al visitante un sentimiento de poder y de disponibilidad de los objetos que sólo hay que agarrar. En los supermercados, la dimensión impresionante de latas y botes, convierte en ínfima la compra de algunas vituallas perdidas en el fondo de unos estantes que parecen vacíos.

Esas tentaciones son cotidianas para todos, y la mayoría desarrollamos estrategias para moderar las compras. El hecho de comprar es para Corrigan una ciencia, una técnica que se aprende, un equilibrio inestable entre la seducción aceptada y las verdaderas necesidades. Toda adicción supone la disponibilidad del placer y sus facilidades de acceso. La incitación al placer de consumir conlleva los excesos posibles del consumo.

Pensamientos y creencias


Algunos pensamientos, fuertemente arraigados en el espíritu del comprador, son creencias erróneas que pueden favorecer las compras. Resulta útil reconocerlas antes de intentar modificarlas. Son numerosas y pueden ser como las que siguen: «Sólo puedo llevar a cabo mi trabajo si llevo ropa cara y de grandes marcas»; «el objeto más caro es necesariamente el mejor»; «cuanto más gastas, más tienes»; o aun: «Soy incapaz de administrar un presupuesto»; «tener deudas es lo propio de los que saben vivir»; «soy un consumidor listo, que sabe comprar los objetos caros al mejor precio. Compro mucho porque sé comprar» ... Evidentemente, esas creencias eternizan las conductas en las compras.

Entre los "desencadenantes" de la compra, la sensación de "perder una buena pieza" es evocada con frecuencia. El márketing contemporáneo utiliza, a cual más, este miedo a "dejar escapar" como argumento de venta: es el principio de las rebajas, de las promociones a corto plazo, de las ventas aparentemente confidenciales en las que a una hora fija se aglomeran los compradores invitados a una cita "concertada"... Los compradores compulsivos están muy sensibilizados por este miedo a perder la ocasión. En este caso, la compra sólo está motivada por su precio relativamente módico. La posesión de un "carnet de compras" puede ser una preciosa ayuda, ya que en ese carnet deben
anotarse sin disimulo la hora de cada acceso de compra, las cantidades gastadas, los sentimientos experimentados antes y después de cada compra. Esta evaluación, que puede parecer simplista, orienta útilmente la marcha de la terapia y ayuda al sujeto a controlar sus gastos.



 Contar con un presupuesto diario es un buen comienzo. Después se podrán proponer "ejercicios sin compras", verdadera reeducación de la conducta: se le pide al comprador de ropa que recorra regularmente sus tiendas favoritas sin comprar nada. Al "cibercomprador" se le aconseja conectarse, durante un tiempo más o menos largo, a sus sites preferidos, sin ceder a ninguna oferta de compra.

Esas técnicas pueden parecer caprichosas o crueles. Apuntan, de hecho, a reforzar la autoestima, a restaurar una confianza en sus propias capacidades de resistencia. Un trabajo psicológico sobre las creencias erróneas, que conviene catalogar y después corregir, completa con eficacia esta toma de conciencia. El tratamiento de la adicción a las compras no implica evidentemente que se deje de comprar.

Cualquier ayuda se basa en una evolución psicológica profunda en la que la compra, desacralizada, despojada de sus significados irracionales, debe retomar su función utilitaria. El objeto, privado de las expectativas simbólicas que sólo puede defraudar, ha de volver a encontrar sus funciones inanimadas y sumisas.

¿Cómo ayudar a los compradores compulsivos?


Claire, Armelle, Émilie y los demás... ¿Cómo les tratamos? Cuando los compradores compulsivos consultan, a menudo es demasiado tarde, ya las deudas se acumulan, o las parejas se rompen.
Asociada al síndrome de las compras, algunos presentan una enfermedad psiquiátrica que habrá que tratar prioritariamente. Ya hemos visto que muchos de los compradores compulsivos son depresivos que pueden ser curados con fármacos y psicoterapia; las compras compulsivas, presentadas
aquí como un recurso contra la tristeza, desaparecerán a menudo espontáneamente, en cuanto se cuide la depresión
.



Para los demás, son posibles diferentes tipos de ayuda, sobre todo de orden psicológico. Conviene escuchar, tranquilizar, favorecer la toma de conciencia acerca de la gravedad del trastorno y sus consecuencias y ayudar a comprender su significación psicológica: este trabajo, surgido de una psicoterapia, puede ir desde un apoyo benevolente y orientativo a una psicoterapia psicoanalítica que permita la puesta al día de los conflictos. Frente a esos métodos, a menudo largos, mal adaptados a veces a la personalidad del sujeto, son preferibles los métodos llamados cognitivos y conductistas, de
una eficacia más rápida. El análisis de la conducta se basa en tres tipos de preguntas, que el terapeuta ayudará a contestar al sujeto:

  • Descripción de la conducta, ¿con qué frecuencia se suceden los accesos de compra? ¿Cuáles son las consecuencias objetivas de orden financiero, familiar o profesional?
  • Desencadenantes: ¿se pueden detectar los factores que desencadenan los accesos de derroche? ¿Son emociones, como la tristeza, la cólera, el sentimiento de soledad? ¿Son más bien (o igualmente) externos -publicidad, escaparates, emisiones de telecompras, rebajas? 
  • ¿Hay algunas situaciones que inciten particularmente a las compras, como son la salida del trabajo, una discusión, un conflicto conyugal, una obligación profesional?

¿La compra compulsiva es un trastorno biológico?


La pregunta es provocadora, y, como siempre en este caso, la respuesta es matizada. Aunque existen numerosos trabajos sobre las compras compulsivas, ningún estudio a fondo ha tratado sobre los eventuales sustratos neurobioquímicos de semejante trastorno y tampoco sobre su tratamiento con fármacos.





Sabemos un poco más acerca de las bases biológicas de la impulsividad, rasgo de carácter ampliamente implicado en la realización de las compras masivas. La serotonina, una molécula que desempeña un papel importante en la transmisión de los influjos entre las neuronas -se habla de "neurotransmisores"-, está muy asociada a la impulsividad. Así, las tasas de serotonina cerebral son bajas en los bulímicos, o en los aquejados de gran irritabilidad. Se ha demostrado en estudios con las ratas que la disminución de las tasas de serotonina cerebral convierte al animal en más agresivo.

En Estados Unidos, donde la ética no es un obstáculo para realizar ciertos trabajos que harían estremecer a los europeos, se ha podido demostrar, en prisioneros condenados a penas de larga duración, que los criminales más impulsivos poseían las tasas más bajas de serotonina cerebral, especialmente los pirómanos reincidentes. Los delincuentes más "organizados", o habituales, presentaban tasas normales de serotonina.


¿Puede que sea la serotonina la molécula de la impulsividad?
Nadie se atrevería a afirmarlo sin arriesgarse a hacer el ridículo. La serotonina desempeña sin duda un papel importante, con otros neuromediadores, en el determinismo de tendencias impulsivas que modelan el entorno y el desarrollo interactivo de la personalidad. Pero no sabríamos explicar el
conjunto de conductas impulsivas, de la piromanía a las compras incontroladas, sólo por las variaciones de un neuromediador. Ciertos medicamentos, utilizados en el tratamiento de las depresiones que actúan específicamente sobre la serotonina cerebral (el más conocido es el Prozac o fluoxetina), podrían ejercer un efecto favorable sobre la impulsividad. A decir verdad, nadie lo ha demostrado, y hasta hoy ningún tratamiento farmacológico "cura" las compras compulsivas.
Por suerte, nos queda el recurso de las psicoterapias.

La búsqueda de sensaciones


Según el psicólogo americano Marvin Zuckermann, la «búsqueda de sensaciones» es una de las dimensiones fundamentales de la personalidad. Cada uno de nosotros está más o menos ávido de emociones fuertes y nuevas experiencias, y esta avidez podría determinar algunas de nuestras conductas.

La teoría de Zuckermann conduce a la hipótesis de la existencia de «un nivel óptimo de activación cerebral», diferente según los individuos, al que trataríamos llegar a través de estímulos más o menos fuertes. Un cuestionario de «búsqueda de sensaciones»- permite situar a cada individuo sobre una curva que va de los sujetos más pasivos y menos aventureros hasta los insaciables buscadores de emociones fuertes. Como la mayoría de los toxicómanos, los compradores compulsivos pertenecen a esta última categoría. Todos describen el "flash" de la compra y la fuerte emoción de la pérdida. Este efecto estimulante de la emoción establece unos sólidos lazos entre la compra, adicción sin droga, y la toma de una sustancia que actúa directamente sobre el cerebro. Para Robert Cloninger, un psiquiatra americano, hay tres dimensiones fundamentales que podrían caracterizar la personalidad: evitar el peligro, la búsqueda de novedades (muy cercana a la búsqueda de sensaciones) y la dependencia de la recompensa.



El comprador compulsivo, evaluado según estas tres dimensiones, es un buscador de novedades, dependiente en gran medida de las recompensas y poco preocupado, muy al contrario, en evitar el peligro. Recordemos a Armelle, a quien sólo le gusta llevar vestidos nuevos, y que se cambia varias veces al día. La novedad, que procura una sensación fuerte, esconde a menudo el temor al aburrimiento, a la rutina, a la repetición. Evitar la monotonía, he ahí sin duda uno de los principios de acción esenciales de los compradores compulsivos. La recompensa está ahí, psicológica, y biológica sin duda por una estimulación cerebral. No importa el peligro con tal de que haya embriaguez.


¿Busca usted la novedad en sus compras?
  • Búsqueda intensa de novedades: intolerancia al aburrimiento y a la monotonía. Mayor riesgo de adicciones. Riesgo de compras compulsivas. Tendencia a los gastos masivos. Poco interés por los objetos adquiridos.
  • Búsqueda "equilibrada " de novedades: riesgo más moderado de adicciones. Aprecio por las novedades, pero también por las costumbres. Se escogen los objetos en función de las necesidades y su uso. Períodos de compras impulsivas transitorios y moderados. Capacidad de gastar controlada por la administración razonable del presupuesto.
  • Bajo nivel de búsqueda de novedades: preferencia por los objetos antiguos y familiares. Aprecio por las costumbres. Gusto por el orden y la organización. Duda y reflexión ante una compra. Prefiere el ahorro al gasto. Nunca hace compras impulsivas.

El sentido de las compras


No todas las compras compulsivas están relacionadas con la depresión. Karl Abraham, discípulo cercano de Freud, se interesó por los adolescentes cleptómanos y detectó traumatismos graves en sus infancias : «Un niño que se haya sentido abandonado o herido puede intentar robar en la edad adulta para procurarse un sustituto de placer y, a la vez, vengarse de aquellos que habían sido injustos con él."

 Los compradores compulsivos cuentan igualmente en su haber con dificultades en la infancia, se trate de violencia, de traumatismos sexuales o, más a menudo, de un sentimiento de abandono o de desinterés por parte de sus padres.

Armelle, una joven estilista compradora desenfrenada de ropas y joyas, evoca su antiguo sufrimiento: «Iba horriblemente mal vestida. Mi madre escogía vestidos amorfos y pasados de moda, a menudo los de mis hermanas. Me ha quedado la impresión de estar siempre a disgusto dentro de mi ropa. Para sentirme mejor, tengo que cambiarme varias veces al día. De hecho, sólo me encuentro elegante la primera vez que me pongo un vestido. Necesito complementos, collares, broches, que renuevo sin cesar. Desde hace algún tiempo, llevo cosas un poco extravagantes, para que la gente se fije...»

Comprar de este modo quizá sea querer consolar al niño que uno fue ofreciéndole «regalos a través del tiempo». Para otros es al contrario: encontrar, a través del objeto, la felicidad y la seguridad de la infancia. «Mi padre, divorciado de mi madre, -nos dice Solange-, colmaba todos mis deseos. Cada vez que salíamos me llevaba a una tienda y me dejaba escoger, el precio no importaba. Sin duda empecé a confundir los regalos y el amor. Cuando compro perfumes encuentro aquella emoción de niña. Con los brazos cargados de paquetes, me siento más fuerte y querida...»






Gastar su dinero, y sobre todo el de los demás, puede expresar también una cierta agresividad. Para expresar su insatisfacción o su ira, ciertos adolescentes en crisis y algunos hombres y mujeres insatisfechos en su vida conyugal pueden dilapidar sus recursos familiares.



Sébastien tiene 18 años y tiene a sus padres preocupados con sus gastos múltiples, ya que para procurarse dinero miente sobre sus gastos escolares, o sobre unos cursos de música a los que no asiste. Una vez descubierto nos expresa su protesta, sin sentirse culpable. «Ellos ahorran todo lo que
ganan. Colocan su dinero en acciones y pretenden más tarde ayudarme a instalarme en la vida. No quiero saber nada de su lógica de banqueros. Quiero disfrutar de la vida enseguida.»




«El dinero le quema en las manos... -dice su padre-. De hecho, lo que rechaza son nuestros valores.»
Por su parte, Jeanne es desgraciada, con los cincuenta cumplidos, con un marido que ella encuentra ausente y triste: «En nuestro matrimonio nada podía cambiar. Quise cambiar el entorno. Empecé a comprar como una loca: muebles, objetos de arte, cortinas; a equipar de nuevo la cocina. Estoy
fascinada por las telecompras y los catálogos de venta. Esas fotos de familias ideales, reunidas alrededor de su felicidad, me hacen soñar...»


También son agresivas las compras de esas dos adolescentes, hijas de una pareja de padres ricos y muy ausentes. «Nuestra agencia de publicidad devora nuestra vida, -explica Sophie, que se siente inquieta y culpable-. Nuestras hijas sufren por ello. Para mantenernos en contacto, les enviamos e-mails y las cubrimos de regalos. La mayor, Emile, se está volviendo muy exigente. Nos está arruinando con sus llamadas desde el móvil y en productos de belleza. Quiere probar nuestro afecto, naturalmente... saber hasta dónde vamos a aceptar sus caprichos... quiere estar segura de que nos importa.»


Cuando la agresividad no puede ser dirigida contra otro se interioriza y se dirige contra uno mismo. Algunos compradores compulsivos se comportan como verdaderos masoquistas, obteniendo un oscuro placer en el hecho de venir a menos y arruinarse. Esta interpretación puede parecer un poco fácil y debe contemplarse con prudencia, cuando la búsqueda deliberada del fracaso y sus dificultades se ve clara en la relación con el sujeto. Según el psicoanalista Sacha Nacht, el masoquismo moral comporta un «sentimiento constante de pena, de sufrimiento más o menos indefinido, de tensión afectiva y, sobre todo, de insatisfacción, una necesidad de quejarse, de mostrarse desgraciado, incapaz, aplastado por la vida.

En algunos afectados por de las compras, la resistencia al cambio, el apego a un conducta destructora parecen poner de manifiesto que pueden sacar un cierto placer del sufrimiento, del fracaso y de la necesidad psicológica de "ponerse en peligro".

Bulimia, alcohol, tranquilizantes y compras


Como tantos otros, Jennifer consulta a un psiquiatra bajo la presión de su familia, porque está gravemente endeudada y amenazada de prohibición balearia. Secretaria de dirección, Jennifer es una mujer joven y elegante, delgada, con un poder de seducción que ella conoce bien. Su historia es, sin
embargo, dolorosa. Desde la edad de 16 años sufre una bulimia prácticamente permanente. «Sobre todo es por la noche, de repente me ataca el hambre. Vacío la nevera, me trago todo lo que se presenta, los restos fríos, las frutas, los helados... Es como si llenara un saco... Después me siento muy mal y vomito. En otros tiempos me provocaba el vómito. Ahora es espontáneo, así que me duele demasiado la barriga. Después me siento horriblemente triste y sola. Juro que será la última vez.»

Jennifer ha consultado psiquiatras y psicólogos, ha iniciado tratamientos, pero en vano. «Desde hace dos años, -explica-, he descubierto las compras... Es el mismo hambre... Entro en una tienda de ropa y lo compro todo, bueno todo lo que veo, todo lo que me tienta... Abandono las tres cuartas partes de mis compras. Las vendo, cuando puedo, o las doy... En los períodos en que compro, no tengo crisis de bulimia... Es extraño, como si lo uno reemplazara a lo otro..., pero por lo menos la bulimia no me arruinaba...»



Es tentador comparar las "orgías alimentarias" de los bulímicos con el hambre de compra, teniendo en cuenta que esta asociación, como hemos visto con Jennifer, no es excepcional. La probabilidad en un comprador compulsivo de presentar una bulimia en el curso de su existencia es del 17 al 25%, según los estudios. Otros autores han demostrado que en las mujeres bulímicas la frecuencia particular de las compras compulsivas está presente en el 15% de los casos. El hambre de compras -que Sophie Criquillion-Doublet, psiquiatra especialista de la bulimia, llama "bulimia compradora"- va seguida de un placer o de un alivio comparable al que sigue a las crisis bulímicas. Esas dos conductas, tan diferentes en apariencia, tienen en común la necesidad de "evacuación": cuando los bulímicos vomitan, se provocan el vómo toman laxantes para mantener su peso, y ya sabemos que
los compradores se desembarazan de los objetos molestos adquiridos en un momento de exaltación.

El consumo excesivo de alcohol, como el de tranquilizantes, es más frecuente en los bulímicos y los compradores compulsivos que en la población corriente. ¿Qué pasa con la cleptomanía? Esta tendencia al hurto impulsivo, diferente de la compra patológica, puede sin embargo asociarse a ella, especialmente cuando el agotamiento de los recursos prohibe cualquier modalidad de compra. Los hurtos impulsivos de género del escaparate son, por otra parte, frecuentes en los bulímicos.

Más allá de las cifras, bulímicos y compradores tienen en común una necesidad de "llenarse", tanto si se trata de comida o de sacos del supermercado, seguida por una culpabilidad que impone el control, o sea el rechazo.

Los objetos abandonados yacen en los armarios, testimonios molestos del breve placer de engullirlos.

Solitarios y deprimidos


Como los jugadores u otros "enganchados", los compradores compulsivos necesitan estar solos para actuar. La presencia de un tercero, testimonio eventualmente crítico o moderador, estropea su placer. Acompañados, tendrían que justificarse, dar buena cuenta de sus compras. Prefieren el secreto, que permite disimular el alcance de los gastos y las deudas. Nuestro estudio entre los clientes de un gran almacén confirma que los adictos a la compra compran solos más de ocho veces sobre diez. El placer de la adicción es así un placer solitario, autoerótico.

¿Están deprimidos? No todos, pero es cierto que la compra compulsiva es, en muchos casos, una manera de luchar contra el aburrimiento y, a veces, incluso la depresión. «Compro más cuando me aburro, cuando estoy triste o mal commigo misma», nos decía Claire. El consumidor "normal" puedealegrarse con la perspectiva de una compra. El comprador compulsivo pasa el umbral del almacén en un estado de espíritu ambiguo, dividido entre la esperanza de un bienestar -y de un consuelo- y la vergüenza de "volver a caer". Este recurso de la "compra-consuelo" es una de las causas principales de la compra compulsiva. Lo que los psicólogos conductistas llaman un «condicionamiento operativo» encuentra aquí una ilustración ejemplar: la "compra-remedio" a una tristeza pasajera o a una verdadera depresión es, como puede serlo el tomar alcohol, de una eficacia momentánea.



Comprar da seguridad, satisface, incluso puede producir una breve euforia. Este efecto positivo, transitorio, incluso si es seguido rápidamente por un cierto sentido de culpabilidad, refuerza la
conducta de compra. Se refuerza el círculo vicioso, hasta el ciclo infernal de tristeza-compra-culpabilidad-tristeza-compra que conduce a que las compras sean eternas e incluso a acrecentar su importe para obetener de ellas un placer superior. «Mis compras son como un flash, -nos decía Marc, antiguo toxicómano-, estoy tan excitado comprando como en la época en que tomaba cocaína...»

Las compras compulsivas, si hacemos referencia a los trabajos ya citados, dan lugar a un sentimiento de exaltación en un 44% de los sujetos; a un sentimiento de su propia importancia y a un crecimiento de la autoestima en el 17%; y son vividas, finalmente, como una distracción de los problemas cotidianos en el 14% de los sujetos.

No es sorprendente, pues, que los vínculos entre depresiones y compras compulsivas sean estrechos. Nueve de cada diez compradores compulsivos han estado, en algún momento de su vida, gravemente deprimidos. Las compras pueden ser contemporáneas al inicio de la depresión. Más a menudo aparecen secundariamente, cuando ésta evoluciona después de varios meses.

Estos compradores deprimidos tienen una autoestima débil, y una tendencia muy clara a hacerse reproches. Nosotros mismos hemos buscado la presencia de compras compulsivas entre 120 pacientes deprimidos hospitalizados, 28 hombres y 92 mujeres, utilizando el autocuestionario.2 Los resultados de este estudio son bastante sorprendentes: un tercio de los deprimidos presentaba un síndrome de compras compulsivas, en su mayoría eran mujeres jóvenes de 20 a 40 años.

Por otra parte, encontramos en ellas otras conductas compulsivas, como la bulimia y la tendencia al hurto impulsivo o cleptomanía. La "compra-remedio" estaba a menudo asociada a una toma importante de alcohol y de tranquilizantes.

Los objetos preferidos


Recordamos a Emma Bovary, compradora compulsiva ejemplar, cuyas compras repetidas configuran su destino y la precipitan al suicidio. Las deudas se acumulan sobre Lheureux, vendedor de telas y baratijas, un tentador diabólico que jugará con los deseos románticos de Emma de comprar objetos heteróclitos: «Se compró un reclinatorio gótico, gastó en un mes catorce francos en limones para limpiarse las uñas; escribió a Rouen para tener un vestido de cachemir azul; quiso aprender italiano: compró diccionarios, una gramática, una provisión de papel blanco...Vio en Rouen damas que llevaban su reloj de dije: se compró dijes. Quiso sobre la chimenea dos grandes jarrones de cristal azul y, algún tiempo después, un neceser de marfil com un dedal de plata dorada.»

Repentinamente, deseosa de escribir, «se había comprado un secante, una escribanía, un portaplunas y sobres, aunque no tuviera a nadie a quien escribir; quitaba el polvo de su estante, se miraba en el espejo, tomaba un libro y después, soñando entre las líneas, lo dejaba caer sobre sus rodillas. Tenía ganas de viajar, o de volver a vivir en su convento. Deseaba a la vez morir y vivir en París».



Las compras de Emma reflejan sus quimeras y simbolizan la suma huidiza de deseos en los que el objeto pronto consume lo soñado. Los compradores compulsivos se le parecen: las mujeres compran sobre todo objetos susceptibles de embellecerlas o de aumentar su seducción -vestidos, zapatos, joyas, productos de belleza-. Algunas trasladan a su vivienda esos deseos de lujo y confort, comprando muebles, electrodomésticos, figuritas. Los hombres prefieren la microinformática, los coches, a veces los libros o los cuadros. Este enunciado puede llegar a parecer caricaturesco, e incluso un pocosexista, pero corresponde a una realidad. La mayoría de los adictos a la compra, de hecho, incluso si tienen objetos preferidos, pueden comprar cualquier cosa, según los trayectos que hagan o por los períodos que pasen. Muchos escogen objetos susceptibles de impresionar a los demás, o de modificar su imagen social. Gary Christenson ha hecho un listado de los objetos adquiridos para los amantes de las cifras.

Las principales compras compulsivas:
  • Ropa    96%
  • Zapatos    75%
  • Joyas    42%
  • Productos de belleza    33%
  • Antigüedades    25%
  • Discos    21%
  • Automóviles    21%
  • Electrónica    15%
  • Equipamiento doméstico    12%
  • Libros    12%
  • Objetos de arte    4%

¿Una conducta rara?


La fiebre de las compras está lejos de ser rara. Según un estudio estadounidense de 1988, cerca de un 6% de los adultos tiene dificultades para controlar sus compras. Entre éstos, el 1% son compradores compulsivos típicos según los criterios expuestos más arriba. ¿Qué sucede en Francia? A través de un cuestionario, hemos evaluado las modalidades de compra de 143 personas que salían de un almacén de París.

Los resultados de esta encuesta pueden sorprender: el 45% de los sujetos realizaba compras incontroladas varias veces al año y adquiría objetos que se juzgan inútiles. El 44% se ponía nervioso o tenso cuando no podía realizar una compra prevista. El 43% había tenido dificultades con los bancos después de una o varias compras. El 45% había recibido reproches de su entorno después de una compra incontrolada.



El resultado del cuestionario muestra que un 4% de los consumidores consultados responde a los criterios sobre compras compulsivas de Mc Elroy.

El retrato del comprador compulsivo "típico":
  • Edad  -  36 años de media
  • Estado civil  -  Soltera 29%  Casada 54%  Divorciada 17% 
  • Proporción de mujeres  -  90
  • Edad en que comienzan las compras compulsivas  -  18 años de media
  • Duración media del síndrome antes de la primera consulta  -  12 años

¿Quiénes son los enganchados a las compras?


La fiebre de las compras se produce a cualquier edad. Hemos encontrado tanto adolescentes como octogenarios. Ése es el caso de Edwige, de 86 años, que viene acompañada de su hijo. «Se gasta la pensión en la teletienda, -se lamenta él-, e incluso sus pocos ahorros...» Encerrada en su casa, Edwine
pasa sus días ante el televisor: «Con el cable, accedo a todas las telecompras...», dice con avidea. Todo es una tentación, aparatos domésticos con ruedas... La compra reciente de una cortadora de césped, para ella, que vive en la ciudad, ha colmado el vaso. «Me gusta recibir los paquetes por correo, -dice Edwine-, luego ya veré que hago con ellos... así, por lo menos, alguien se ocupa de mí.»


Cyril podría ser su nieto. A los 18 años, habitual de internet, se conecta a la red seis horas cada día. Desde hace algunos meses compra sin falta todas las "buenas ofertas", juegos electrónicos, discos, accesorios de microinformática. Cyril, que no es ni jugador ni derrochador, sobrepasa ampliamente
el importe de la asignación que le dan sus padres. Le gustaría dejarlo. «He pedido dinero a los compañeros. Intento volver a vender mis compras, pero las vendo a precio de saldo, para continuar comprando. No me llego a creer que gasto dinero. Tengo la impresión de que me hacen regalos. Sin embargo, no me falta nada...»



Si bien pueden ser de cualquier edad, los compradores compulsivos rondan los cuarenta años. Pertenecen a todas las clases sociales, incluso si los más numerosos se encuentran entre las amas de casa, los ejecutivos, los estudiantes, las profesiones liberales. Los estudios actuales confirman las constataciones de un célebre psiquiatra alemán, Emil Kraepelin, que en el siglo xix describía la "oniomanía" o "manía de las compras" como una enfermedad casi exclusivamente femenina: del 80 al 90% de los compradores compulsivos son mujeres. ¿Por qué? Ninguna explicación es del todo satisfactoria. Es cierto que, en general, las mujeres compran más que los hombres, y más a menudo; ellas son el blanco privilegiado de los publicistas, tanto en lo que concierne a la comida como a los electrodomésticos, la ropa, los productos de belleza.



Más "expuestas" a las compras, se puede comprender que estén relacionadas en mayor número con semejante dependencia. Pero hay otros factores que intervienen, sin duda, entre ellos, la mayor frecuencia de depresiones menores o moderadas en las mujeres, cuyo impacto se traduce en recurrir a las "compras de consolación". De hecho, todo evoluciona muy deprisa, y el auge de las compras en internet, por ejemplo, que es una distracción más claramente masculina, ha hecho eclosionar una generación de hombres tan compradores como "ciberdependientes".

¿Cómo compran? Es conocido el gusto de los derrochadores compulsivos por las tarjetas de crédito, las tarjetas bancarias, las tarjetas de los almacenes o de las grandes superficies, que acumulan y utilizan, alternativamente, con la ilusión de repartir los gastos que pasan a ser múltiples. Esta preferencia facilita más la compra que el dinero en metálico (o incluso el cheque bancario que
necesita la anotación de la suma) con la simple fuerza mágica de un código. Ocho sobre diez compradores compulsivos, -nos dice aún Cristenson-, tienen al descubierto una de sus tarjetas, y un 7% posee más de diez tarjetas de crédito.

Compradores y coleccionistas: cigarras y hormigas


Un día, en su pequeña habitación con las ventanas abiertas a los jardines del Palais-Royal, la gran Colette recibe a un joven y tímido escritor americano, que más tarde dará pábulo a la crónica bajo el nombre de Truman Capote. Artrítica, Colette no se levanta jamás de la cama, tapizada de hojas de
papel azul ennegrecidas con su gran literatura. A su alrededor se pasean unos gatos silenciosos, que posan sus patas encima de una deslumbrante colección de objetos de cristal. «Había allí, -escribe Capote-, un millar de pisapapeles, medias esferas de cristal que aprisionaban lagartos verdes, salamandras, libélulas, mariposas, flores.»

Ella le cuenta con delectación la historia de sus "copos de nieve", los últimos refinamientos del arte de los artistas del cristal de Baccarat y de Clichy. Y en un movimiento que Capote jamás olvidará, recoge uno de los soberbios objetos, que ella llama "la rosa blanca", tallado en facetas y decorado con una rosa. «Este es mi preferido. Se lo doy para que me recuerde.» Truman Capote empezó, desde aquel día, una colección que devoró su vida y terminó por arruinarle.


La atracción por los objetos inútiles de extraña belleza le hizo correr mundo, las salas de ventas y los anticuarios, de Europa a Asia, a la búsqueda de talismanes evocadores del recuerdo mágico de un encuentro portador de la esperanza de una carrera de escritor. Viajero solitario. Capote cuenta los
poderes evocadores de objetos que sólo deja a disgusto: «Algunos se llevan en sus viajes fotos de amigos, de parientes, de mujeres; yo también. Pero también me llevo una bolsita negra que contiene seis pisapapeles, cada uno en su trocito de franela... Una vez repartidos alrededor de la habitación,
pueden hacerme parecer cálido, personal y seguro el más siniestro y anónimo cuarto de hotel... La quietud puede nacer de la contemplación de una apacible rosa blanca...» ¡Qué diferencia entre el coleccionista, enamorado, casi fetichista de los objetos que reúne, y el comprador compulsivo que los olvida después del deseo de un instante!


Hay, evidentemente, muchos tipos de colecciones, y no todas tienen el valor estético de los pisapapeles de Colette, de los cuadros o de los jarrones chinos. Algunas son homogéneas y exclusivas y tienden a satisfacer el gusto por la integridad, por la serie completa, tanto si se trata de sellos, de
ediciones originales, como de carteles. Otras, heteróclitas, están constituidas por elementos dispares, como los "gabinetes de curiosidades" del duque de Orleans, que reagrupaba autómatas, figuras anatómicas, desolladas, y máquinas extrañas de todas clases. Otras, finalmente, más triviales, están
compuestas por objetos que parecen no tener ningún valor económico, que incluso son irrisorios (tapaderas, llaveros, cajas de cerillas...), cuyo interés reside en la posesión de una colección completa.



El retrato de los coleccionistas no sería completo si nos olvidásemos de aquellos que, simplemente
incapaces de tirar, lo guardan todo, a menudo en medio de un indescriptible desorden -papeles viejos, recortes de periódico, billetes de metro o billetes de avión o incluso, como escribía cierta coleccionista encima de una caja, «trocitos de cordel que ya no sirven para nada». El "coleccionismo" es, para los psiquiatras, uno de los rasgos de la personalidad obsesiva. Los coleccionistas más variados protegen, guardan, numeran con minuciosidad los objetos de su pasión, que pueden invadir el espacio en detrimento de los objetos necesarios. ¡Qué contraste con los compradores compulsivos!


Mientras que el coleccionista siente satisfacción a la vista de los objetos adquiridos, a los segundos esta presencia les inquieta. El comprador sólo siente culpabilidad y remordimientos ante los objetos inútiles, que intenta esconder o revender. Vivir rodeado de sus adquisiciones es el sueño del coleccionista, y la pesadilla del comprador compulsivo. El primero quiere conservar y disfrutar de sus posesiones, el segundo quiere tomar y dejar. La pasión de uno reside en el objeto, la del otro en el deseo fugaz que éste suscita.


¿Qué significa la palabra "compulsiva"?


Este término, propuesto por la literatura anglosajona para las compras exageradas ("Compulsive Buying "), y retomado por Susan Me Elroy en su definición, es fuente de muchas ambigüedades. Adoptado por el lenguaje corriente, aparece como una excusa banal para quien no puede resistirse ante un deseo o impulso: «Es más fuerte que yo... Es compulsivo...», se oye decir a menudo entre aquellos que devoran chocolate, o pasan sus tardes haciendo zapping ante el televisor.

La palabra "compulsión" es de hecho un término psicoanalítico utilizado por Freud a propósito de la neurastenia obsesiva, que designa un conducta provocada por una obligación interna. En el trastorno obsesivo compulsivo -nombre dado en la actualidad a la neurastenia obsesiva-, las compulsiones más frecuentes son la tendencia a verificarlo todo (¿He cerrado bien la puerta? ¿He apagado bien el gas?, etc.), o a lavarse las manos interminablemente, o desinfectar su entorno. Las compulsiones, cuando se enriquecen, dan lugar a rituales complejos (lavados, comprobaciones, ponerse a ordenar...) destinados a contener la angustia y llegan a invadir la vida del sujeto alcanzado por un trastorno semejante. ¿Son
compulsiones las compras patológicas? Esta discusión de especialistas provocará, sin duda, poco interés en nuestros lectores.



Baste decir, sin embargo, que en su mayoría los compradores patológicos no están aquejados ni de neurastenia obsesiva ni de trastorno obsesivo compulsivo. La compra frenética se parece, en ciertos aspectos, a las compulsiones de los obsesos. Se trata de un conducta "obligatoria", impuesta por una necesidad interna. Como el obseso se ve obligado a lavar, o a verificar, el comprador tiene que comprar para terminar con una tensión interna que no puede soportar.


El término de "compras compulsivas", discutible para los psiquiatras, está justificado si nos referimos a dos de las características que Freud atribuía a la compulsión: la obligación y la repetición. Sin ser una compulsión propiamente dicha, la compra patológica toma de ella determinados aspectos: no es controlable, ni diferible, y está suscitada más por una necesidad interna que por una necesidad objetiva.


Compras imprevistas y regalos para uno mismo


Todas las compras impulsivas no revelan, ni mucho menos, una toxicomanía. Toda compra comporta una parte de imprevisto. Para convencerse de ello, basta con hacer el inventario de lo comprado durante unas compras recientes y compararlo con lo que se había previsto comprar. La diferencia corresponde a las compras impulsivas. Así, los especialistas de márketing han establecido que entre un 25 a un 60% de las ventas de un centro comercial son compras imprevistas. Todo está en juego para estimular al consumidor, y las astucias ya descritas en Au bonheur des clames se han refinado: perfumes, músicas, disposición de los escaparates, promociones excepcionales, seducción de las presentaciones y de los envoltorios, son otros tantos pretextos que según Robert Rochefort, director del CREDOC, suscitan «el pudor del consumidor que no se atreve a confesar aquello que le gusta o desea».

Cada uno de nosotros, incluso si resiste al deseo de cambiar de coche, o de irse una semana a las Sheychelles, se deja sorprender cotidianamente por gastos imprevistos. La mitad de los ciento cincuenta clientes interrogados en una gran superficie confesaban haber cedido a una compra impulsiva, que enseguida habían considerado como inútil. Algunas de estas compras, las más frecuentes sin duda, representan los regalos que uno se hace a sí mismo. Rompiendo con las
compras cotidianas, esos "autorregalos", estudiados por Mick y Demoss, dos psicólogos americanos, son una forma de recompensarse, muy alentada por los mensajes publicitarios: «Date un gusto... Piensa en ti...»



El análisis de regalo a uno mismo que proponen nuestros dos psicólogos no es muy elaborado: «Imagine que su mejor amigo celebra su aniversario, un éxito profesional, o que está deprimido después de su divorcio... Para demostrarle su simpatía, su apoyo, a usted le gustaría hacerle un regalo. Si resulta que este mejor amigo es usted mismo, no dudará en ofrecerle un obsequio...» Esta práctica del "regalo-recompensa" está bastante alentada; incluso algunos psicoterapeutas la consideran
como un refuerzo positivo útil en algunos tratamientos contra la obesidad, contra el tabaquismo, o en aquellos trastornos de la conducta que provocan una frustración prolongada. Ni la compra imprevista, ni el regalo hecho a uno mismo son, precisémoslo, compras compulsivas. Se habrá adivinado, no obstante, que esta manera de premiarse puede conducir entre los sujetos frágiles a tomar demasiado a menudo esta vía de acceso fácil a una satisfacción rápida. La intensidad del placer, su repetición, su accesibilidad pueden conducir a la dependencia.

¿Cómo definir la compra compulsiva?


La psiquiatría de hoy está ávida de criterios. Susan Me Elroy, una psiquiatra americana especializada en el estudio de los conductas impulsivas, ha propuesto unos criterios diagnósticos para el "síndrome de compras compulsivas", que tienen el mérito de delimitar sus contornos.

Criterios para la compra compulsiva
  • Pensamientos invasores y molestos que conciernen a las compras o a la conducta de compra inadaptada, o impulso de compra que se corresponde por lo menos con una de las proposiciones siguientes:
  1. Pensamientos invasores y molestos referentes a las compras o impulsos de compra vividos como irrepresibles, intrusivos o desprovistos de sentido.
  2. Compras frecuentes superiores a las capacidades financieras, compras frecuentes de objetos inútiles, o compras durante más tiempo del previsto.
  • Los pensamientos, los impulsos o la conducta provocan un malestar profundo, hacen perder el tiempo, o perturban sensiblemente el funcionamiento social o el ocio, o comportan dificultades financieras (por ejemplo, deudas, prohibiciones bancarias).
  • La conducta excesiva de compra no aparece únicamente durante los períodos de manía o de hipomanía.
Otros dos psiquiatras, Faber y O'Guinn, en Estados Unidos, localizan el síndrome con la ayuda de un breve cuestionario, en el cual tres respuestas positivas (o más) dan la alerta:
  • Si me queda dinero en el momento en que cobro mi salario, lo gasto en su totalidad;
  • Compro incluso cuando no tengo medios para ello;
  • Llego a hacer cheques sin provisión de fondos deliberadamente;
  • Hago algunas compras para sentirme mejor;
  • Me siento ansioso o nervioso los días en que no puedo ir de compras.


El conjunto de estos criterios, muy comparables con los de las adicciones, con o sin el consumo de drogas, marca claramente las diferencias entre las compras "normales" y las patológicas. El impulso, la compra aislada de un objeto inútil, es una conducta frecuente y anodina. La toxicomanía de la compra implica la presencia de una verdadera obsesión por comprar y la realización frecuente y repetida de compras sin utilidad real. La molestia ocasionada, tanto si se trata de perturbaciones del funcionamiento social o de dificultades financieras, demuestra un sufrimiento social comparable, por ejemplo, al que conduce al juego patológico.

Julia Cameron y Mark Bryan defienden, en L'Argent aprívoisé (El dinero domesticado), la idea que postula que la compra compulsiva es realmente una forma de toxicomanía. «La compra como el
alcohol, -escriben-, actúa como una droga. Hemos constatado los mismos efectos en los compradores: frenesí, vértigo,pérdida de control.» Antiguos compradores compulsivos, los dos periodistas declaran: «Estábamos intoxicados por el dinero... Ibamos como bebidos cuando lo gastábamos.» El derrochador "privado" y curado siente, según ellos, un «verdadero alivio cuando la enfermedad está anulada.

Muchas molestias psíquicas, desde las jaquecas al insomnio, desaparecen misteriosamente o mejoran mucho cuando uno vuelve a ser solvente... La transformación física que se produce durante la abstinencia es espectacular

Comprar hasta la ruina, y más


Las consecuencias más graves del síndrome de comprar de forma compulsiva son evidentemente de índole financiera. Los compradores están siempre buscando dinero, dilapidando el suyo y después el de su entorno. Entendámonos: entre el derrochador compulsivo, que gestiona como puede unpresupuesto en el que lo necesario es sacrificado a lo superfluo, y el que pide prestado, acumula deudas hasta el infinito, existen todos los grados. ¿Se trata de gente rica o de gente modesta? El nivel socioeconómico no influye en una conducta que, si dura y se repite, conduce a la ruina sean cuales sean los ingresos.

Emilie es una mujer de treinta años que ocupa un puesto importante en una empresa. Su salario debería permitirle vivir con holgura, sobre todo porque, además, disfruta de una herencia que le proporciona las entradas suplementarias de un paquete de acciones. Esta seguridad ha sido el desencadenante de sus dificultades. «He comprado por placer todo lo que he deseado: perfumes, productos de belleza, vestidos; me he metido de lleno en gastos y salidas, he querido aprovecharlo todo, he cubierto a mis amigos de regalos ...» Cuando encontramos a Émilie, lanzada en una espiral de compras desorbitadas, lo había "perdido todo". Vive sola, llena de deudas, amenazada de desahucio. Se priva de todo (vacaciones, salidas, comida), y lo poco que queda de un salario sirve aún para las compras, que mantienen la ilusión de un poder. «Estoy sola, naturalmente. ¿Conocen a algún hombreque quiera compartir un millón de deudas?»

Estudiando a los compradores compulsivos, Gary Christenson ha demostrado la presencia de deudas importantes en más de la mitad de los casos. Incapaces de pagar, soportan los reproches de su familia y se sienten muy culpables. Uno de cada diez es objeto de persecución judicial.

Como la mayoría de los toxicómanos, los "adictos a las compras" disimulan el alcance de los desastres. A decir verdad, temen menos los reproches que ser descubiertos y quedar incapacitados para comprar.



Como los jugadores, que siempre están buscando dinero, lo piden a sus familiares, a los amigos, esconden sus extractos de cuentas, contestan vagamente cuando se les pregunta sobre sus gastos. Los peores problemas, naturalmente, son conyugales. Marie-Jeanne, conserje en un inmueble, obsesionada con la compra de muebles, pudo hacer creer durante largo tiempo a un marido poco suspicaz que pagaba las facturas de la electricidad, los impuestos, el comedor escolar de sus hijos.

Disimulaba las advertencias, las amenazas de embargo, de devolución, hasta el día en que su marido abrió una de las cartas que ella no había podido recoger a tiempo. «Tuvo que pagarlo todo. Los impuestos atrasados, las facturas; nuestros ahorros desaparecieron. Cuando descubrió que había vendido el anillo de mi madre, pidió el divorcio. Me equivoqué en escondérselo todo, pero yo quería esos muebles para él y para mis hijos...»

Muy a menudo, los que gastan compulsivamente, cuando "tocan fondo", según la expresión de los Alcohólicos Anónimos, ya descubiertos, piden al fin ayuda y cuidados. Obligados a confesar, algunos sin embargo se escaquean. Incluso se llegan a suicidan «El comprador compulsivo, -según Carneron y Brian, dos periodistas americanos-, se parece a los financieros que se lanzaron por la ventana, después del crack de 1929.» Esta visión puede parecer un poco sombría. Si bien es verdad que las compras compulsivas pueden conducir al endeudamiento y a veces a la ruina, algunos de los derrochadores -en realidad, los más ricos- juegan con el riesgo, multiplican los gastos suntuarios que exhiben, jugando también con el dinero y los signos exteriores de riqueza, convencidos de sus talentos de "fabricantes de dinero" y de sus capacidades de "recuperarse". Sus gastos, al contrario de los de nuestros adictos a la compra, son utilitarios y apuntan a afirmar el poder social, el éxito, las marcas exteriores de una felicidad relacionada con la posesión de objetos deseados. Y sin embargo...

El destino de los derrochadores célebres no es muy envidiable. Luis II fue depuesto e internado porque estuvo a punto de arruinar Baviera. Las grandiosidades de Fouquet le valieron las torturas de la cárcel. ¿Y qué decir de la implacable lista de los gastos del Rey Sol, establecida por Saint-Simon, de donde la ideología de la Revolución sacará motivos para condenar los excesos de la monarquía?

Entre los compradores compulsivos y los dilapidadores de riquezas podemos ver una cierta comunidad de destino, aunque muchas cosas los diferencien.

Ilusión y decepción


«Salgo de los almacenes apaciguada, casi feliz, -cuenta Clara-, pero la angustia empieza en cuanto vuelvo a casa. No sé dónde guardar mis paquetes. Ya nadie viene a verme porque me avergüenza mostrar este desorden. Y sobre todo, no me gusta nada de lo que compro. La ropa de Kenzo es inllevable. Me siento decepcionada, vacía y triste, y me prometo no volver a caer en la trampa.»

Los adictos a las compras detestan, en su mayoría, los objetos que han comprado sin reflexionar. Los esconden, los tiran, los dan, tratan a menudo de revender los vestidos o los aparatos que no necesitan.



Todos los estudios llevados a cabo entre los compradores compulsivos confirman la constancia de esta decepción: por ejemplo, en un grupo de cuarenta compradores compulsivos hemos demostrado que todos utilizan sus compras menos de lo previsto, que abandonan o esconden los objetos adquiridos. Gary Christenson, un psiquiatra americano especialista en este síndrome, llegaba a señalaren 1994 el destino funesto de las compras: tiradas, escondidas o relegadas en el fondo de un armario en más de un caso sobre cinco. Los otros, los que no tiran, procuran Separarse de los objetos, testimonios molestos de excesos que quisieran suprimir. Algunos son especialistas del intercambio, evocan todos los pretextos para que les devuelvan el dinero, o intentan cambiar los objetos por otros.

«Mi sueño, -dice Clara-, era comprarlo todo, sin gastar nada e incluso sin quedarme nada. Trataba de volver a vender los vestidos. A veces los daba; así por lo menos tenía la impresión de ser útil

Un hambre que no se sacia


El placer de comprar, como la mayoría de las conductas humanas, alterna el deseo, su cumplimiento y la saciedad desde el momento que aquel está satisfecho. Los límites fijados a nuestras compras, incluso si llegamos a sobrepasarlos, están controlados por reglas internas en las cuales se equilibra la envidia, la necesidad, la justa apreciación de nuestros recursos. Los compradores compulsivos, verdaderos bulímicos del gasto, no se sacian jamás. Buscan un objeto ideal, revestido de virtudes simbólicas, a las cuales el objeto real, rico de todas las ilusiones antes de su compra, no puede acercarse. Así van ellos, de compra en compra, de la ilusión a la decepción, de las tentaciones del objeto virtual, de la emoción fuerte de la compra, a los remordimientos de un despilfarro de pura pérdida.

Esta ilusión es tenaz y no tiene en cuenta las realidades: objetos olvidados desde su adquisición, dificultades financieras, reproches del entorno.



Volvemos a encontrar a Clara, que ha tomado consciencia de sus ideas pasadas. «En las tiendas, lo quería todo, todo me tentaba. No pensaba ni en mis necesidades reales, ni en las ocasiones de llevar un vestido, ni sobre todo en el dinero. Como que dudaba a menudo entre los modelos y los colores,
los compraba todos, muy deprisa, sin reflexionar. Mi temor era perder la buena compra. A la mañana siguiente, contemplando mi botín, estaba segura de haber olvidado la mejor falda en la tienda... Pero no importaba. Iba a buscarla, y todo volvía a empezar

Kim, por su parte, sueña con electrodomésticos. Refugiada camboyana, hija de un diplomático exiliado, Kim vive con dificultades en Francia, entre un marido autoritario al que no ama demasiado y un oficio de poca monta que ella siente como degradante. Kim lo ha comprado todo en varios meses: la lavadora, el televisor, el lavavajillas -a pares-, aparatos no salidos de sus embalajes, que van cogiendo polvo en un sótano, donde quiere olvidar que existen. «Quería lo mejor, lo más perfeccionado. Pero en mi cocinita no cabía todo y no me servía de nada. Mi marido pensó que estaba loca y pidió el divorcio.» Según confesión propia, Kim busca volver a encontrar a través de sus compras la opulencia de su «juventud dorada». Cuando la conocimos estaba sola, divorciada, llena de deudas y sin recursos.

Compradores y tiendas


Los sitios de venta, sean cuales sean, ejercen en los compradores un encanto específico. Cuando viajan, visitan las tiendas antes que los museos. «Todo lo que está bien presentado me atrae», dice Claire. Está atenta a todo, decoración,ambiente, luz, distinción de las vendedoras. Le gusta la novedad, pero también está apegada a sus costumbres. «En Chanel conozco a todo el mundo. Me preguntan por mis cosas. Me siento casi en familia.» Las vendedoras son «como hermanas», los vendedores los «hombres de mi vida». Conocen sus preferencias, la escuchan, aconsejan y tranquilizan,guían sus preferencias. Todo le va tan bien, todo parece estar hecho para ella. «No soy tonta, pero tengo la necesidad decreérmelo...»

¿Quiere esto decir que los compradores compulsivos son fieles y sólo frecuentan un almacén? No, naturalmente. Si bien entablan a menudo una relación privilegiada con una tienda, su necesidad de comprar es tal que se satisface en cualquier parte, según los trayectos y los viajes. Claire, tan ávida de vestidos, entra también en las librerías donde compra libros de arte, o guías turísticas de países adonde no irá, porque le faltarán los medios. «Incluso he comprado herramientas en la sección de bricolaje. El taladro no ha salido del paquete. No lo sabría usar.»





Paul es un comprador singular, amante de corbatas, de las que nos dice que ha comprado varios centenares desde hace un año. Con motivo de una depresión, acaecida después de su despido, nos encontramos a este cincuentón, un soltero más bien austero, meticuloso y ahorrador. «Cuando lo supe, todo se hundió. He perdido mis referencias y mi razón de vivir. ¿Qué es un contable que ya no cuenta?» Paul ha gastado en un año una atractiva indemnización por despido. Proyectando comprar un ordenador para crear un site de consejo financiero, se paraba invariablemente en una tienda de los grandes bulevares, donde acabó por ser conocido. «Por qué corbatas? Lo ignoro. Durante años me ponía siempre las mismas. Tengo centenares, que no me pongo. La idea de ser elegante, de seducir, de encontrar trabajo, quizás... Es un poco mágico pero estúpido. Después de la compra, me siento mejor. Pero no dura mucho. No deberían haberme dado esta indemnización, era demasiado.»

El placer de comprar es particularmente intenso en el momento de pagar. El entorno, los vendedores, el hecho de escoger objetos -a veces con gran rapidez-, parecen preparar ese momento intenso que es el de la transacción de dinero. «Me gusta pasar por la caja cargada de paquetes -cuenta Clara-, allí es donde de verdad me siento segura y feliz.»

Los compradores, sin embargo, no desdeñan las facilidades de la tecnología. No se trata tanto de la telecompra, cuya lentitud no autoriza las locuras, como de compras por internet, donde todo puede ser adquirido al instante: objetos, vestidos, comida, libros, viajes, y donde abundan las subastas.
«Desde hace algunos meses, nos confía Jéróme, paso mis noches en la red... Descubrí las subastas por casualidad. Compro cualquier cosa, figuritas, cuadros, muebles. No son los objetos los que me atraen.

Es pujar, ganar contra desconocidos. Es un poder en manos de un ratón.» ¿Una nueva "raza" de compradores compulsivos? Sin ninguna duda, y la red, si bien priva del espectáculo de la venta, ofrece a los "enganchados" el anonimato, la excitación casi virtual de una compra de remordimiento diferido y la disponibilidad de un lugar sin horarios. A decir verdad, tanto si frecuentan los grandes espacios como internet, los compradores compulsivos sólo adquieren objetos virtuales, cuya materialidad les estorba sindarles satisfacción.

Una banquera sin crédito


Los adictos a la compra son auténticos enfermos, llamados "oniomanes" por los psiquiatras del siglo pasado o, más actualmente, "compradores compulsivos". Los toxicómanos de las compras están fascinados por las tiendas y las grandes superficies donde se manifiesta su pasión. Las compras, repetidas e incontroladas, desequilibrarán un día u otro su presupuesto y comprometerán su vida familiar.

Claire, una joven banquera gravemente endeudada, viene a la consulta a disgusto, acompañada por una amiga. Desde hace algunos meses, se niega a ver a sus familiares, no responde al teléfono. No se permite la menor salida. «He echado a perder mi vida con mi ropa. Mis armarios ya no cierran.
Son roperos de envoltorios carnales.» No se pone la ropa que acumula. Lectora asidua de las revistas de moda, Claire teme menos la ruina que una mala compra, «una falta de gusto».







Esta tensión febril que siente Claire ante la compra, mezclando excitación y angustia, podemos comprenderla todos recordando la emoción de una compra importante, un apartamento o un automóvil, por ejemplo. Sin embargo, sus allegados se extrañan y se inquietan. ¿Por qué continuar comprando cuando los armarios se desbordan y ella se pone sólo dos o tres vestidos? ¿Por qué privarse a menudo de lo necesario por estas cosas superfluas e irrisorias?

Claire intenta explicar su conducta. Compra, sobre todo, ropa, vestidos, sombreros, zapatos, lencería fina. Algunos días se promete no ceder y resiste. Pero esta lucha la agota y se resuelve a menudo en una «orgía de gastos». «Entro en una tienda escondiendome. Bruscamente pierdo todo el control. Ya no soy yo... Me convierto en espectadora de mis compras

Claire y el dinero mantienen una relación compleja. «Hay el que gestiono para los demás, es mi trabajo. Es el dinero real, que cuento, que hago fructificar. Hay el que trato de guardar para vivir, el menos posible, ahorrando sobre todo. Y después el otro, el dinero de la ropa... Éste lo gasto, lo convierto inmediatamente, sin contar, en vestidos y en zapatos. Es el dinero del placer, que me quema los dedos

La idea de comprar, los proyectos y los medios para llegar a ello, todo esto invade los pensamientos y la vida de Claire. A pesar de sus deudas, de la prohibición bancaria -el colmo para ella-, Claire compra, pidiendo dinero a los amigos bajo pretextos falsos. Los alcohólicos, al fin y al cabo, beben para olvidar que beben y ahogar su tristeza. Claire se emborracha de compras y no encuentra otro remedio a su desgracia que repetir lo que la causó.

La fiebre de las compras


¿Y la "fiebre de las compras"? Tras el término un poco bárbaro propuesto por la psiquiatría de "compradores compulsivos" se esconden auténticos sufrimientos y graves desvíos sociales. ¿Quién no se ha subido al tiovivo del consumo? Nada ha cambiado desde los análisis del sociólogo Jean
Baudrillard, implacable retratista de la sociedad de consumo y del «sistema de los objetos». Según Baudrillard, es este sistema el que incita al acto de comprar, un nuevo modo de producción de valores, relacionado con la «multiplicación de objetos, de servicios, de bienes naturales».

Cada cual, ciertamente, en su manera de comprar: utilitaria, consoladora, "caprichosa" y a veces todo esto, según las épocas. Para una minoría, aquí como en otras partes, el capricho es un flechazo:
el descubrimiento de la borrachera de comprar es la primera etapa de un recorrido que conduce a las compras compulsivas. ¿Quiénes son ellos, o, mejor aún, quiénes son ellas? Las encontraremos más tarde, a esas mujeres -incluso si los hombres no quedan al margen-, comprando en cantidad objetos inútiles, abandonados tan deprisa como han sido comprados, vestidos o perfumes a menudo, compras solitarias y escondidas que descubrirán los avisos de los bancos o las cancelaciones de talonarios y tarjetas.



Bien conocidos por las comisiones por exceso de deuda, estos compradores son raramente clientes de los médicos, incluso si algunos psiquiatras nos interesamos por su suerte. Necesidad, placer,droga, la compra puede revestir todos estos significados.

¿Pero dónde empieza la "enfermedad de las compras"? ¿Podemos darnos cuenta cuándo un riesgo se perfila? ¿Cómo ayudar a un prójimo, o cómo aprender a limitarse uno mismo? Encontraremos compradores compulsivos, los que conocemos, e intentaremos indicar los medios
de prevención y de tratamiento de esta extraña conducta.